Narrador:
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su
patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la
gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo
lamentable; sus ropas viejas.
El gran
señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo
saludó en el corredor de la residencia.
Pongo:
Eres gente u otra cosa?
Narrador:
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado,
con los ojos helados, se quedó de pie.
Patrón:
-¡A ver! -dijo
el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba,
con esas sus manos que parecen que no son nada.
-¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.
Narrador:
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón
y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas
eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer,
lo hacía bien. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía.
"Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de
espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar,
el patrón sintió un especial desprecio por él.
Al anochecer cuando los siervos se reunían para
rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón
martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a
un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se
arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
Patrón:
Creo que eres
perro. ¡Ladra!
Narrador:
El hombrecito
no podía ladrar.
Patrón:
-Ponte en
cuatro patas
Narrador:
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro
pies.
Patrón:
Trota de
costado, como perro.
Narrador:
El hombrecito sabía correr imitando a los perros
pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo
el cuerpo.
Patrón:
¡Alza las
orejas ahora, vizcacha!, ¡Vizcacha eres! Siéntate en dos patas; empalma las
manos.
Narrador:
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido
la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la
figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre
las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el
patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. Después
de rezar se iban a su casa.
Y así, todos los días el patrón hacia con el pongo.
Hasta que un día…
Pongo:
Gran señor,
dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte
Patrón:
¿Qué? ¿Tú
eres quien ha hablado u otro?-
Pongo:
Es a ti a
quién quiero hablarte
Patrón:
Habla... si
puedes
Pongo:
Señor mío,
soñé anoche que habíamos muerto los dos.
Patrón:
¿Conmigo?
¿Tú? Cuenta todo, indio
Pongo:
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos
desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.
Patrón:
¿Y después?
¡Habla!
Pongo:
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre
San Francisco nos examinó, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que
éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos,
padre mío.
Patrón:
¿Y tú?
Pongo:
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo
saber lo que valgo.
Patrón:
Bueno sigue
contando.
Pongo:
Después nuestro padre dijo con su boca: "De
todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe
otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una
copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
Apareció un
ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre
caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
"Ángel mayor: cubre a este caballero can la
miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen
sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así,
el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo,
desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el
resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de
oro, transparente.
Patrón:
Así tenía que
ser. -¿Ya ti?.
Pongo:
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre
San Francisco volvió a ordenar.
"Que de todos los ángeles del cielo venga el
que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina
excremento humano"
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su
sitio, llegó trayendo en las manos un tarro grande.
"Oye
viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el
cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Y así aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
Patrón:
Así mismo tenía que ser -¡Continúa! ¿O todo concluye
allí?...
Pongo:
No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente,
aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San
Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo
rato. y luego dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya
está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El
viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro,
su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se
cumpliera.
Narrador:
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su
patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la
gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo
lamentable; sus ropas viejas.
El gran
señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo
saludó en el corredor de la residencia.
Pongo:
Eres gente u otra cosa?
Narrador:
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado,
con los ojos helados, se quedó de pie.
Patrón:
-¡A ver! -dijo
el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba,
con esas sus manos que parecen que no son nada.
-¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.
Narrador:
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón
y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas
eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer,
lo hacía bien. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía.
"Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de
espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar,
el patrón sintió un especial desprecio por él.
Al anochecer cuando los siervos se reunían para
rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón
martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a
un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se
arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
Patrón:
Creo que eres
perro. ¡Ladra!
Narrador:
El hombrecito
no podía ladrar.
Patrón:
-Ponte en
cuatro patas
Narrador:
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro
pies.
Patrón:
Trota de
costado, como perro.
Narrador:
El hombrecito sabía correr imitando a los perros
pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo
el cuerpo.
Patrón:
¡Alza las
orejas ahora, vizcacha!, ¡Vizcacha eres! Siéntate en dos patas; empalma las
manos.
Narrador:
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido
la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la
figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre
las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el
patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. Después
de rezar se iban a su casa.
Y así, todos los días el patrón hacia con el pongo.
Hasta que un día…
Pongo:
Gran señor,
dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte
Patrón:
¿Qué? ¿Tú
eres quien ha hablado u otro?-
Pongo:
Es a ti a
quién quiero hablarte
Patrón:
Habla... si
puedes
Pongo:
Señor mío,
soñé anoche que habíamos muerto los dos.
Patrón:
¿Conmigo?
¿Tú? Cuenta todo, indio
Pongo:
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos
desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.
Patrón:
¿Y después?
¡Habla!
Pongo:
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre
San Francisco nos examinó, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que
éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos,
padre mío.
Patrón:
¿Y tú?
Pongo:
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo
saber lo que valgo.
Patrón:
Bueno sigue
contando.
Pongo:
Después nuestro padre dijo con su boca: "De
todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe
otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una
copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
Apareció un
ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre
caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
"Ángel mayor: cubre a este caballero can la
miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen
sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así,
el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo,
desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el
resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de
oro, transparente.
Patrón:
Así tenía que
ser. -¿Ya ti?.
Pongo:
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre
San Francisco volvió a ordenar.
"Que de todos los ángeles del cielo venga el
que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina
excremento humano"
Patrón:
¿Y entonces?
Pongo:
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su
sitio, llegó trayendo en las manos un tarro grande.
"Oye
viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el
cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Y así aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
Patrón:
Así mismo tenía que ser -¡Continúa! ¿O todo concluye
allí?...
Pongo:
No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente,
aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San
Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo
rato. y luego dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya
está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El
viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro,
su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se
cumpliera.