miércoles, 18 de noviembre de 2015

Guión Teatral

Narrador:
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

Pongo:
Eres gente u otra cosa?

Narrador:
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
Patrón:
-¡A ver! -dijo el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parecen que no son nada.
-¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.

Narrador:
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer, lo hacía bien. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por él.
Al anochecer cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.

Patrón:
Creo que eres perro. ¡Ladra!

Narrador:
El hombrecito no podía ladrar.

Patrón:
-Ponte en cuatro patas

Narrador:
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
Patrón:
Trota de costado, como perro.

Narrador:
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

Patrón:
¡Alza las orejas ahora, vizcacha!, ¡Vizcacha eres! Siéntate en dos patas; empalma las manos.

Narrador:
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. Después de rezar se iban a su casa.
Y así, todos los días el patrón hacia con el pongo. Hasta que un día…

Pongo:
Gran señor, dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte

Patrón:
¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?-

Pongo:
Es a ti a quién quiero hablarte

Patrón:
Habla... si puedes

Pongo:
Señor mío, soñé anoche que habíamos muerto los dos.

Patrón:
¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio

Pongo:
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.

Patrón:
¿Y después? ¡Habla!

Pongo:
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre San Francisco nos examinó, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
Patrón:
¿Y tú?

Pongo:
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

Patrón:
Bueno sigue contando.

Pongo:
Después nuestro padre dijo con su boca: "De todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
Apareció un ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
"Ángel mayor: cubre a este caballero can la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

Patrón:
Así tenía que ser. -¿Ya ti?.

Pongo:
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar.
"Que de todos los ángeles del cielo venga el que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano"

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó trayendo en las manos un tarro grande.
"Oye viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Y así aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
Patrón:
Así mismo tenía que ser -¡Continúa! ¿O todo concluye allí?...
Pongo:

No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo rato. y luego dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
Narrador:
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

Pongo:
Eres gente u otra cosa?

Narrador:
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
Patrón:
-¡A ver! -dijo el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parecen que no son nada.
-¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.

Narrador:
Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer, lo hacía bien. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por él.
Al anochecer cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.

Patrón:
Creo que eres perro. ¡Ladra!

Narrador:
El hombrecito no podía ladrar.

Patrón:
-Ponte en cuatro patas

Narrador:
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
Patrón:
Trota de costado, como perro.

Narrador:
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

Patrón:
¡Alza las orejas ahora, vizcacha!, ¡Vizcacha eres! Siéntate en dos patas; empalma las manos.

Narrador:
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. Después de rezar se iban a su casa.
Y así, todos los días el patrón hacia con el pongo. Hasta que un día…

Pongo:
Gran señor, dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte

Patrón:
¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?-

Pongo:
Es a ti a quién quiero hablarte

Patrón:
Habla... si puedes

Pongo:
Señor mío, soñé anoche que habíamos muerto los dos.

Patrón:
¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio

Pongo:
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.

Patrón:
¿Y después? ¡Habla!

Pongo:
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre San Francisco nos examinó, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
Patrón:
¿Y tú?

Pongo:
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

Patrón:
Bueno sigue contando.

Pongo:
Después nuestro padre dijo con su boca: "De todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
Apareció un ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
"Ángel mayor: cubre a este caballero can la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

Patrón:
Así tenía que ser. -¿Ya ti?.

Pongo:
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar.
"Que de todos los ángeles del cielo venga el que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano"

Patrón:
¿Y entonces?

Pongo:
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó trayendo en las manos un tarro grande.
"Oye viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Y así aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando.
Patrón:
Así mismo tenía que ser -¡Continúa! ¿O todo concluye allí?...
Pongo:
No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo rato. y luego dijo: "Todo cuando los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario